Su vida fue una oda a la imaginación, al compromiso y al placer de crear. Detrás de sus curvas imposibles, Oscar Niemeyer escondía una filosofía sencilla para no detenerse jamás

Oscar Niemeyer nunca entendió la arquitectura como un fin. Para él, era apenas una bella forma de pensar la vida. Nacido en Río de Janeiro en 1907, fue el arquitecto que convirtió el hormigón en poesía. Las cúpulas de Brasilia, las curvas del Museo de Niterói o la sede de Naciones Unidas en Nueva York son hoy parte de la memoria estética del siglo XX. Pero Niemeyer no se definía por ellas. “La arquitectura me interesa, claro, pero me interesa más la vida, la lucha política, el esfuerzo por un mundo mejor”, dijo en una entrevista.
Su vitalidad creativa, esa capacidad de seguir dibujando, proyectando y soñando hasta el final, no fue casual. Murió en 2012, a los 104 años, fiel a su mesa de trabajo. Su secreto no estaba en una rutina ni en una dieta, sino en una manera de mirar el mundo: con asombro, con libertad y con una fe obstinada en la belleza.
Oscar Niemeyer, el arquitecto que convirtió la libertad en método de trabajo

En su estudio de Copacabana, frente al Atlántico, Oscar Niemeyer trabajaba cada mañana con el mismo entusiasmo de un aprendiz. Rodeado de planos, maquetas y libros, trazaba curvas imposibles mientras el mar rugía detrás de los ventanales. “El arquitecto debe hacer lo que le gusta, no lo que los otros esperan que haga”, solía repetir. Esa independencia fue su combustible.
Para Niemeyer, la arquitectura debía emocionar, sorprender, “tener algo de inesperado, como una obra de arte”. No diseñaba edificios: inventaba paisajes donde el hormigón parecía flotar. Su relación con la técnica era intuitiva, casi lúdica. “Hoy el concreto armado permite todas las posibilidades”, decía, “pero la arquitectura solo alcanza un nivel superior cuando emociona”.
Crear como forma de vida

Trabajar a los 90, a los 100, a los 104 años no fue una obsesión, sino una consecuencia. Su motor era el placer. “Siento un cierto gozo cuando hago un proyecto”, confesaba. Cada línea, cada arco, era una conversación con el futuro. No había prisa, ni cansancio, ni vanidad: solo la emoción de crear algo que no existía.
Esa pasión constante, una mezcla de juego y compromiso, le mantenía vivo. “Procuro reducir los apoyos, hacer la arquitectura más audaz y diferente”, explicaba con una sonrisa. En esa búsqueda de lo nuevo encontraba la energía que otros buscan en la juventud o el descanso. Y es que su secreto estaba en no repetirse jamás.
La política de la belleza

Detrás de cada forma fluida había una ética. Niemeyer creía que la arquitectura debía servir a la gente, no al poder. “El día que la sociedad cambie, la arquitectura cambiará con ella”, afirmaba. Soñaba con un futuro en el que todos pudieran habitar la belleza, no contemplarla desde lejos.
Su obra no era solo estética; era política, profundamente humana. “Veo a los jóvenes protestar en la calle y su trabajo me parece más importante que el mío”, dijo en uno de sus últimos encuentros públicos. Esa empatía, esa forma de mirar al otro, lo mantuvo joven. Porque Niemeyer nunca se encerró en su estudio: se mantuvo abierto al mundo, a sus contradicciones, a su belleza imperfecta.
En su centenario, cuando todos esperaban que descansara, seguía proyectando. En su mesa estaban los planos para renovar el Sambódromo de Río de Janeiro. “Quiero cerrar la vista con un paisaje diferente”, decía, como si el tiempo no existiera. Quizá ese fue su secreto: no mirar hacia atrás. Para Niemeyer, vivir y trabajar eran la misma cosa. Dibujar era una forma de respirar. Y mientras lo hacía, el mundo seguía curvándose hacia la belleza.
Durante mis viajes tuve la oportunidad de recorrer y fotografiar algunas de las obras más emblemáticas de Oscar Niemeyer.
Comparto a continuación una selección de esas imágenes, como una forma de redescubrir su arquitectura desde mi propia mirada: la fuerza de las curvas, la luz y la escala que hicieron único a este maestro brasileño.
Cada espacio, cada línea, transmite una idea de movimiento y libertad que sigue inspirando mi forma de entender la arquitectura. Volver sobre sus obras es, de algún modo, volver a conectar con la emoción que da sentido a este oficio.









